XVIII Domingo del Tiempo Ordinario -B-

Juan 6,24-35

En aquel tiempo, al no ver allí a Jesús ni a sus discípulos, la gente subió a las barcas y se dirigió en busca suya a Cafarnaún.
Al llegar a la otra orilla del lago, encontraron a Jesús y le preguntaron:
-Maestro, ¿cuándo has venido aquí?
Jesús les dijo:
-Os aseguro que vosotros no me buscáis porque hayáis visto las señales milagrosas, sino porque habéis comido hasta hartaros. No trabajéis por la comida que se acaba, sino por la comida que permanece y os da vida eterna. Ésta es la comida que os dará el Hijo del hombre, porque Dios, el Padre, ha puesto su sello en él. 
Le preguntaron:
-¿Qué debemos hacer para que nuestras obras sean las obras de Dios?
Jesús les contestó:
-La obra de Dios es que creáis en aquel que él ha enviado.
-¿Y qué señal puedes darnos –le preguntaron– para que, al verla, te creamos? ¿Cuáles son tus obras? Nuestros antepasados comieron el maná en el desierto, como dice la Escritura: "Dios les dio a comer pan del cielo."
Jesús les contestó:
-Os aseguro que no fue Moisés quien os dio el pan del cielo. ¡Mi Padre es quien os da el verdadero pan del cielo! Porque el pan que Dios da es aquel que ha bajado del cielo y da vida al mundo. 
Ellos le pidieron:
-Señor, danos siempre ese pan.
Y Jesús les dijo:
-Yo soy el pan que da vida. El que viene a mí, nunca más tendrá hambre, y el que en mí cree, nunca más tendrá sed.
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Homilía del P. Teodoro Baztán, oar

La Palabra de Dios de este domingo continúa la lectura del capítulo sexto del evangelio de san Juan. Estamos en la sinagoga de Cafarnaún, donde Jesús está pronunciando el sermón después de haber multiplicado el pan. La gente, después de haber visto el milagro, quiso hacerlo rey, pero Jesús huyó, primero al monte y después a la otra orilla del lago, a Cafarnaún.
La gente, al no verlo, se puso a buscarlo. Cruzaron el lago hasta la otra orilla. Habían quedado fascinados por Jesús, con su palabra y con sus hechos, y no querían perderlo de vista. Lo buscan y lo encuentran más allá del mar.
Jesús, como buen pastor, no andaba detrás de las ovejas, va delante de ellas, no iba detrás de sus deseos, no daba la espalda a sus preguntas. Por eso no se niega a atenderles, a hablarles, a exhortarles, a corregirles y enseñarles.
Y les dice con toda claridad: “Os lo aseguro, vosotros me buscáis porque habéis comido del pan hasta saciaros”. Lo habían buscado porque les había dado de comer. Lo buscan, sin duda alguna, por su poder de hacer milagros, por su propio bien, no buscaban el amor al Maestro. Esta ceguera de la gente era lo que Jesús quería curar.
Y les dice: “Trabajad, no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura hasta la vida eterna, el que yo os daré”. Les exhortaba así a superar la satisfacción inmediata de sus propias necesidades. Porque hay en la vida unos valores muy nobles y más altos, mucho más allá de la preocupación por comer, por tener, vestir y gozar de muchos placeres que puede proporcionar la vida a cualquier precio.
Todas estas cosas no nos satisfacen plenamente, más bien, si aspiramos únicamente o de modo preferente a ello, nos dejan insatisfechos y con el deseo sólo de  tener más y gozar más. 
Jesús ofrece un alimento que no perece, que hay que desear y apetecer por encima de todo. Pero ellos no entienden lo que les quiere decir. Y preguntan: “¿Qué obras tenemos que hacer para trabajar en lo que Dios quiere?” Pero Jesús no les pedía obras, sino sólo creer en él. Las obras vendrán después, porque quien cree de verdad se comporta según Dios. En otro lugar del evangelio dirá Jesús: “Esta es la obra de Dios: creer en aquel que ha enviado”. No se trata de un nuevo precepto, de una nueva ley, sino de comprometerse personal y afectivamente por Jesús y su evangelio.
Pero esto no surge de manera espontánea. La fe requiere y exige un empeño, un esfuerzo, un “trabajo”. La fe es un don de Dios, pero al mismo es una conquista por parte nuestra, porque requiere decisión, continuidad, esfuerzo, amor.
En este punto parecía que la gente comenzaba a comprender por dónde iba Jesús. Y le preguntan: “¿Qué signo vemos que haces tú, para que creamos en ti?”. No les era suficiente el milagro que habían presenciado y con el que habían saciado su hambre. Y era obvio: ese milagro había servido para satisfacer una necesidad material, pero si se trata de comprometer toda una vida se piden otras garantías.
La fe y el amor necesitan de una garantía que le dé seguridad. Y Jesús dice que Él es la garantía; Él es el pan que viene del cielo y que da la vida al mundo
La gente que escucha a Jesús comienza a entender algo de lo que Él dice. Por eso le dicen: “Danos siempre de ese pan”. Todos deberíamos hacer nuestra esta petición. Pero no hay que hacerla desde el estómago, sino desde el corazón.
Y Jesús, como ocurre siempre en los momentos decisivos, responde con la claridad de quien quiere salvar y dice: “Yo soy el pan de la vida. Quien viene a mí no tendrá más hambre”
Este pan, que es el mismo Jesús, está puesto a disposición de todos, todos lo podemos recibir gratuitamente. Ya no podemos murmurar como los hebreos en el desierto que hambreaban pan para comer. El pan, que es el mismo Jesús, lo tenemos a la mano. Basta creer en Él con amor, acogerlo en nuestra vida, configurar nuestra vida a la suya y alimentarnos de Él mismo en la Eucaristía.
Sí deberíamos murmurar quizá contra nosotros mismos, por nuestra dejadez e indiferencia, contra la dureza de nuestro corazón, porque a lo mejor nos contentamos con saciar nuestras necesidades materiales y no sentimos la necesidad de saciarnos del “pan de la vida”, que es Jesús.
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05 de agosto de 2012

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