Santa Mónica, madre de san Agustín, murió el 27 de agosto de 387. Se cumplen 1.625 años de su muerte en el puerto de Roma, cuando regresaba a África, a su tierra, acompañando a su hijo recién bautizado. El propio Agustín lo cuenta en su autobiografía. El relato es tan solemne y emotivo que, para celebrar la efeméride, el portal oficial de la Orden ha optado por reproducir íntegramente el fragmento contenido en Confesiones IX 10-12.26-33.
OAR/P. Pablo Panedas
Aquel día díjome ella:
—Hijo, por lo que a mí toca, nada me deleita ya en esta vida. No sé ya qué hago en ella ni por qué estoy aquí, muerta a toda esperanza del siglo. Una sola cosa había por la que deseaba detenerme un poco en esta vida, y era verte cristiano católico antes de morir. Superabundantemente me ha concedido esto mi Dios, puesto que, despreciada la felicidad terrena, te veo siervo suyo. ¿Qué hago, pues, aquí?
No recuerdo yo bien qué respondí a esto; pero sí que, apenas pasados cinco días, o no muchos más, cayó en cama con fiebres. Y estando enferma tuvo un día un desmayo, quedando por un poco privada de los sentidos. Acudimos corriendo, mas pronto volvió en sí, y viéndonos presentes a mí y a mi hermano, díjonos, como quien pregunta algo:
—¿Dónde estaba?
Después, viéndonos atónitos de tristeza, nos dijo:
—Enterráis aquí a vuestra madre.
Yo callaba y frenaba el llanto, mas mi hermano dijo no sé qué palabras, con las que parecía desearle como cosa más feliz morir en la patria y no en tierras tan lejanas. Al oírlo ella, reprendióle con la mirada, con rostro afligido por pensar tales cosas; y mirándome después a mí, dijo:
—Enterrad este cuerpo en cualquier parte, ni os preocupe más su cuidado; solamente os ruego que os acordéis de mí ante el altar del Señor doquiera que os hallareis.
Y habiéndonos explicado esta determinación con las palabras que pudo, calló, y agravándose la enfermedad, entró en la agonía.
Nueve días enferma
A los nueve días de su enfermedad, a los cincuenta y seis años de su edad y treinta y tres de la mía, fue libertada del cuerpo aquella alma religiosa y pía.
Cerraba yo sus ojos, mas una tristeza inmensa afluía a mi corazón, y ya iba a resolverse en lágrimas, cuando al punto mis ojos, al violento imperio de mi alma, resorbían su fuente hasta secarla, padeciendo con tal lucha de modo imponderable.
Entonces fue cuando, al dar el último suspiro, el niño Adeodato rompió a llorar a gritos; mas reprimido por todos nosotros, calló.
Muerte de Sta Mónica. Juan Barba |
Reprimido, pues, que hubo su llanto el niño, tomó Evodio un salterio y comenzó a cantar -respondiéndole toda la casa- el salmo Misericordia y justicia te cantaré, Señor. Enterada la gente de lo que pasaba, acudieron muchos hermanos y religiosas mujeres, y mientras los encargados de esto preparaban las cosas de costumbre para el entierro, yo, retirado en un lugar adecuado, junto con aquellos que no habían creído conveniente dejarme solo, disputaba con ellos sobre cosas propias de las circunstancias; y con este lenitivo de la verdad mitigaba mi tormento, conocido de ti, pero ignorado de ellos, quienes me oían atentamente y me creían sin sentimiento de dolor.
Cuando llegó el momento de levantar el cadáver, acompañámosle y volvimos sin soltar una lágrima. Ni aun en aquellas oraciones que te hicimos, cuando se ofrecía por ella el sacrificio de nuestro rescate, puesto ya el cadáver junto al sepulcro antes de ser depositado, como suele hacerse allí, ni aun en estas oraciones, digo, lloré, sino que todo el día anduve interiormente muy triste, pidiéndote, como podía, con la mente turbada, que sanases mi dolor.
Lágrimas
Mas de aquí, poco a poco, tornaba al pensamiento de antes sobre tu sierva y su santa conversación, de la cual súbitamente me veía privado. Y sentí ganas de llorar en presencia tuya, por causa de ella y por ella, y por causa mía y por mí. Y solté las riendas a las lágrimas, que tenía contenidas, para que corriesen cuanto quisieran, extendiéndolas yo como un lecho debajo de mi corazón; el cual descansó en ellas, porque tus oídos eran los que allí me escuchaban, no los de ningún hombre que orgullosamente pudiera interpretar mi llanto.
Y ahora, Señor, te lo confieso en estas líneas: léalas quienquiera e interprételas como quisiere; y si hallare pecado en haber llorado yo a mi madre la exigua parte de una hora, a mi madre muerta entonces a mis ojos, ella, que me había llorado tantos años para que yo viviese a los tuyos, no se ría; antes, si es mucha su caridad, llore por mis pecados delante de ti, Padre de todos los hermanos de tu Cristo.
27 de agosto de 2012
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