Algunos rasgos biográficos de Santa Mónica

De los muchos expresados por su hijo San Agustín en las Confesiones


“Muchas cosas paso aquí en silencio, porque voy muy deprisa para referir otras que no quiero omitir. Aceptad, Dios mío, las alabanzas que deseo daros y la acción de gracias que os doy también en silencio por las innumerables cosas que dejo de referir. Pero no omitiré todas cuantas especies pueda parir mi memoria de aquella sierva vuestra, que me parió a mí, no sólo en cuanto al cuerpo a esta vida temporal, sino también en el espíritu en orden a la eterna. Las cosas que de mi madre voy a referir, fueron dones y gracias vuestras, no suyas, pues ni ella se hizo a sí propia, ni se educó a sí misma” (Conf. IX, 8,17).

Educada en la modestia y en la sobriedad, mi madre estuvo sujeta más por ti a sus padres que por sus padres a ti. Tan pronto como llegó a la plenitud de la edad núbil, se le dio un marido al que sirvió como a su señor. Se esforzó en ganarle para ti, hablándole de ti con el lenguaje de las buenas costumbres. Con ellas la ibas embelleciendo y haciéndola respetuosamente amable y admirable a los ojos del marido. (… Era mi padre un hombre básicamente afectuoso…). Toleró los ultrajes de sus infidelidades conyugales hasta el punto de no tener en este aspecto la más mínima discusión con él. Esperaba que tu misericordia descendiese sobre él. La castidad conyugal vendría como consecuencia de su fe en ti.

Cuando ella le veía enojado, tenía la advertencia de no contradecirle ni de obra ni de palabra; después, cuando la ocasión le parecía oportuna, y pasado aquel enojo le veía ya sosegado, entonces le informaba bien del hecho, si acaso aquel enojo había nacido de su falta de consideración y de no estar bien informado” (Conf. IX, 9, 19).

También a puros obsequios y por medio de una continua paciencia y mansedumbre supo vencer el ánimo de su suegra de tal suerte, que siendo así que antes la tenía muy enojada por los chismes de algunas malas criadas, la suegra misma de su propia voluntad se quejó de ellas a su hijo Patricio, le descubrió cuáles eran las que con sus malas lenguas habían sido causa de que ella estuviese mal con su nuera y de que se hubiese perturbado la paz de su casa, y le pidió que las castigase como correspondía (Conf. IX, 9, 20).

También Vos, misericordiosísimo Dios y Señor mío, habíais dado a aquella tan buena sierva vuestra, en cuyas entrañas me creasteis, el excelente don de apaciguar luego que podía los ánimos de cualesquiera que estuviesen entre sí reñidos y discordes. (…) Este don me parecería pequeño si yo mismo no hubiera experimentado con sentimiento de mi alma lo que practican en esta materia innumerables gentes, por haber cundido dilatadísimamente no sé qué horrenda peste de pecados, quienes no solamente acostumbran revelar a los unos airados enemigos lo que los otros enemigos suyos, enojados también, han dicho de ellos, sino que también añaden otras cosas que no han dicho (Conf. IX, 9, 20).

Finalmente, ganó para Vos a su marido, reduciéndole a la fe algún tiempo antes de que él saliese de esta vida mortal. Desde que se hizo fiel, no le dio a mi madre motivos de llorar los malos procederes con que le había dado que sufrir y tolerar antes de serlo.

Además de esto, era mi madre una mujer dedicada a servir a todos los que os servían. Cualquiera de vuestros siervos que la había conocido os alababa, os reverenciaba y os amaba mucho en ella, porque los frutos de santidad de su inculpable vida testificaban que Vos estabais presente en su corazón.

Había sido mujer de un solo varón; había cumplido todas las obligaciones que tenía para con sus padres; había gobernado su familia y casa con mucha piedad; y las buenas obras que había hecho daban testimonio de la virtuosa conducta que había tenido. Ella, por sí misma, había criado a sus hijos, sintiendo después por ellos los dolores de parto tantas veces cuantas los veía apartarse de vuestros mandamientos (Conf. IX, 9, 21).

Acercándose ya el día en que mi madre había de salir de esta vida, el cual para Vos, Señor, era tan sabido como para nosotros ignorado, sucedió, sin duda disponiéndolo Vos por los medios ininvestigables de vuestra providencia, que mi madre y yo estuviésemos solos y asomados a una ventana… Estando, pues, los dos solos, comenzamos a hablar, y nos era dulcísima la conversación, porque olvidados de todo lo pasado, empleábamos nuestros discursos en la consideración de lo venidero. Buscábamos en la misma verdad, que sois Vos… (Conf. IX, 9, 22).

En medio de nuestro coloquio, cuando más ansiosamente suspirábamos por ella, llegamos a tocarla con todo el ímpetu y fuerza de nuestro espíritu, aunque repentina e instantáneamente, y suspirando por aquella eternidad, dejándonos allí las primicias de nuestra alma… (Conf. IX, 10, 23).

Pero bien sabéis, Señor, que aquel día en que estuvimos hablando de estas cosas, y que según las íbamos tratando, nos iba pareciendo más vil y despreciable este mundo con todos sus deleites, dijo mi madre entonces estas palabras: Hijo, por lo que a mí toca, ya ninguna cosa me deleita en esta vida. Yo no sé qué he de hacer de aquí en adelante en este mundo, ni para qué he de vivir aquí, no teniendo cosa alguna que esperar en este siglo. Una sola cosa había, por la cual deseaba detenerme algún poco de tiempo en esta vida, que era por verte católico cristiano, antes que muriese. Esto me lo ha concedido mi Dios más cumplidamente de lo que yo deseaba; pues, además de esto, te veo en el número y clase de aquéllos que, despreciando toda felicidad terrena, se dedican totalmente a su servicio. Pues ¿qué hago yo en este mundo? (Conf. IX, 10, 25).

No me acuerdo muy bien de lo que respondí a estas palabras de mi madre. Pero de allí a cinco días, o muy poco más, cayó enferma de calenturas. En uno de los días de su enfermedad padeció una especie de desmayo, en que por algún tiempo estuvo enajenada de los sentidos. Nosotros acudimos, pero prontamente volvió en sí, y mirándonos a mi hermano y a mí, que estábamos allí inmediatos a su lecho, nos dijo en tono de quien pregunta: ¿Dónde estaba yo ahora? Y después, viéndonos sobrecogidos de aflicción, nos dijo: Aquí dejaréis enterrada a vuestra madre. Yo callaba y reprimía el llanto, pero mi hermano le dijo no sé qué palabras, que aludían a desearle como cosa más feliz el que muriese en su patria y no en país tan extraño. Ella, habiendo oído todo esto, mirándole primero con un rostro severo y desazonado, como reprendiéndole con los ojos que pensase de aquel modo, y mirándome después a mí, dijo: Mira lo que dice éste. Luego hablando con entrambos añadió: Enterrad este cuerpo dondequiera y no tengáis más cuidado de él; lo que únicamente pido y os encomiendo es que os acordéis de mí en el altar del Señor, dondequiera que os halléis. Habiendo manifestado este su sentimiento con las palabras que pudo, se quedó callando y, agravándose la enfermedad, creció también su fatiga (Conf. IX, 11, 26).

En fin, aquella alma tan llena de religión y piedad fue desatada de las ligaduras del cuerpo al noveno día de la enfermedad referida, a los cincuenta y seis años de su edad, y a los treinta y tres de la mía (Conf. IX, 11, 27).

Al mismo tiempo que yo cerraba sus ojos al cadáver, se iba apoderando de mi corazón una tristeza grande, que iba a resolverse en lágrimas… Pero mi madre, ni había muerto, de modo que se le pudiese temer algún infeliz destino, ni había muerto de todo punto, lo cual teníamos por verdad muy cierta, ya atendiendo a la pureza de sus costumbres y método de vida, ya a su fe no fingida, sino muy verdadera, ya también por otras muchas razones que nos lo aseguraban (Conf. IX, 12, 28).

Pero desde estas consideraciones volvía a recaer poco a poco en los antecedentes y pasados sentimientos, acordándome de aquella vuestra sierva, de su vida y conducta fiel, tan piadosamente ordenada a Vos, como santamente halagüeña y suave para mí; y no pudiendo reprimir el sentimiento de verme privado de ella repentinamente, me dio gana de llorar delante de Vos por ella y por mí; tomando motivos para llorar de su proceder y el mío. Así solté el dique a mis lágrimas, que hasta entonces tenía represadas, dejándolas correr cuanto quisiesen, hasta que nadase y descansase mi corazón en ellas; como efectivamente descansó por ser Vos el único testigo que había de mi llanto, no habiendo allí persona humana que diese a mis lágrimas alguna interpretación vana y siniestra.

Ahora, Señor, también os lo confieso por escrito; léalo el que quisiese e interprételo como gustare. Si le pareciere que hice mal y pequé por haber llorado a mi madre por un corto espacio de tiempo, a una madre muerta allí a mis ojos y que por muchos años me había llorado a mí para que viviese a los vuestros, le pido que no se ría de mi llanto; antes bien, si tiene bastante caridad, llore él también por mis pecados delante de Vos, Dios mío, que sois el Padre de todos aquellos fieles que son hermanos de vuestro Hijo Jesucristo (Conf. IX, 12, 32).

… Nada de esto nos mandó, sino únicamente que nos acordásemos de ella en el sacrificio del altar, al cual todos los días asistía y cooperaba indispensablemente. Sabía que en él se ofrecía y sacrificaba aquella Víctima santa, con cuya sangre se borró la cédula del decreto que había contra nosotros y quedó vencido nuestro mortal enemigo, que es el que se ocupa en hacer el cómputo de nuestros pecados, el que por más solícito que anduvo buscando algún defecto que oponer contra la santidad de Aquél por quien le vencimos, no halló imperfección alguna que fiscalizar (Conf. IX, 13, 35).

Descanse eternamente en paz con su marido, que fue el único que tuvo, pues ni después de él conoció a otro, habiéndole servido de manera que al mismo tiempo que mereció mucho para con Vos por su paciencia, logró también ganarle para Vos.

Inspirad Vos, Dios mío y mi Señor, inspirad a vuestros siervos que miro como a hermanos, inspirad a vuestros hijos que venero como a señores míos, a quienes sirvo con mis palabras, con mi corazón, con mis escritos, que todos los que leyeren estas mis Confesiones hagan en vuestros altares conmemoración de Mónica vuestra sierva, y juntamente de Patricio su esposo, por medio de los cuales me disteis el ser y me introdujisteis a esta vida, sin saber yo cómo.

A todos, pues, les ruego que con un afecto de piadosa caridad se acuerden de los que fueron mis padres en esta luz y vida transitoria, y mis hermanos en el seno de la Iglesia católica, madre de todos los fieles, siendo Vos el Padre de todos, y que espero serán también mis conciudadanos en la Jerusalén eterna, por lo cual suspira incesantemente vuestro pueblo, mientras dura su peregrinación en esta vida, hasta que vuelva a la deseada patria.

Así tendré yo el consuelo de haber procurado a mi madre las oraciones de muchos, y de que por medio de mis Confesiones logre más abundantemente que por mis oraciones solas, la última cosa que me pidió y encargó (Conf. IX, 13, 36).

Tomado del Blog del P. Ismael Ojeda, oar

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