Es imposible que se pierda un hijo de tantas lágrimas. |
27 de agosto
Meditación para el día de Santa Mónica
tomada de Hablar con Dios, del P. Francisco Fernández Carvajal
tomada de Hablar con Dios, del P. Francisco Fernández Carvajal
I. El Evangelio de la Misa de hoy nos narra la llegada de
Jesús a la ciudad de Naín, acompañado de sus discípulos y de una numerosa
muchedumbre. Al entrar, se encontró con un cortejo fúnebre que acompañaba a una
viuda, cuyo hijo único llevaban a enterrar. Al
verla, el Señor se compadeció de ella y le dijo: No llores. Se acercó y tocó el
féretro. Los que lo llevaban se detuvieron; y dijo: Muchacho, a ti te lo digo,
levántate. Y el que estaba muerto se incorporó y comenzó a hablar; y se lo
entregó a su madre1. En las almas se obra con frecuencia este
milagro: muchos que estaban muertos para Dios vuelven a la Vida.
Durante muchos años, Agustín, hijo de Santa Mónica, estuvo
alejado de Dios y muerto a la gracia por el pecado. La Santa, cuya memoria hoy
celebramos, fue la madre intachable que con ejemplo, lágrimas y oraciones
obtuvo del Señor la resurrección espiritual del que sería uno de los más
grandes santos y doctores de la Iglesia. La fidelidad a Dios día a día de Santa
Mónica obtuvo también la conversión de su marido Patricio, que era pagano, y ejerció
una influencia decisiva en todos aquellos que de alguna manera formaban parte
del ámbito familiar. San Agustín resume en estas pocas palabras la vida de su
madre: «cuidaba de todos como si realmente fuera madre de todos y servía
también a todos como si hubiera sido hija de todos»2.
Santa Mónica estuvo siempre pendiente de la conversión de su
hijo: lloró mucho, rogó a Dios insistentemente, y no cesó de pedir a personas
buenas y sabias que hablaran con él y trataran de convencerle para que
abandonase sus errores. Un día, San Ambrosio, Obispo de Milán, al que había
acudido repetidas veces, la despidió con estas palabras que han sido el
consuelo de tantos padres y madres a lo largo de los siglos: «¡Vete en paz,
mujer!, pues es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas»3.
El ejemplo de Santa Mónica quedó grabado de tal modo en el ánimo de San Agustín
que años más tarde, quizá recordando a su madre, exhortaba: «procurad con todo
cuidado la salvación de los de vuestra casa»4.
La familia es verdaderamente el lugar adecuado para que los
hijos reciban, desarrollen, y muchas veces recuperen, la fe. «¡Qué grato es al
Señor ver que la familia cristiana es verdaderamente una iglesia doméstica, un lugar de
oración, de transmisión de la fe, de aprendizaje a través del ejemplo de los
mayores, de actitudes cristianas sólidas, que se conservan a lo largo de toda
la vida como el más sagrado legado! Se dijo de Santa Mónica que había sido dos veces madre de Agustín,
porque no solo lo dio a luz, sino que lo rescató para la fe católica y la vida
cristiana. Así deben ser los padres cristianos: dos veces progenitores de sus
hijos, en su vida natural, y en su vida en Cristo y espiritual»5. Y
tendrán un doble premio del Señor y una doble alegría en el Cielo.
II. Nunca debe desfallecer la oración por los hijos: es
siempre eficaz, aunque a veces, como en la vida de San Agustín, tarden algún
tiempo en llegar los frutos. Esta oración por la familia es gratísima al Señor,
especialmente cuando va acompañada por una vida que procura ser ejemplar. San
Agustín nos dice de su madre que también «se esforzó en ganar a su esposo para
Dios, sirviéndose no tanto de palabras como de su propia vida»6; una
vida llena de abnegación, de alegría, de firmeza en la fe. Si queremos llevar a
Dios a quienes nos rodean, el ejemplo y la alegría han de ir por delante. Las
quejas, el malhumor, el celo amargo poco o nada consiguen. La constancia, la
paz, la alegría y una humilde y constante oración al Señor, lo consiguen todo.
El Señor se vale de la oración, el ejemplo y la palabra de
los padres para forjar el alma de los hijos. Junto a una vida ejemplar, que es
una continuada enseñanza, los padres han de enseñar a sus hijos modos prácticos
de tratar a Dios, muy especialmente en los primeros años de la infancia, apenas
comienzan a balbucear las primeras palabras: oraciones vocales sencillas que se
transmiten de generación en generación, fórmulas breves, claramente
comprensibles, capaces de poner en sus corazones los primeros gérmenes de lo
que llegará a ser una sólida piedad: jaculatorias, palabras de cariño a Jesús,
a María y a José, invocaciones al Ángel de la guarda... Poco a poco, con los
años, aprenden a saludar con piedad las imágenes del Señor o de la Virgen, a
bendecir y dar gracias por la comida, a rezar antes de irse a la cama. Los
padres jamás deben olvidar que sus hijos son ante todo hijos de Dios, y que han
de enseñarles a comportarse como tales.
En ese clima de alegría, de piedad y de ejercicio de las
virtudes humanas, en sus muchas manifestaciones de laboriosidad, sana libertad,
buen humor, sobriedad, preocupación eficaz por quienes padecen necesidad...
nacerán con facilidad las vocaciones que la Iglesia necesita, y que serán el
mayor premio y honor que reciban los padres en este mundo. Por eso el Papa Juan
Pablo II exhortaba a los padres a crear una atmósfera humana y sobrenatural en
la que pudieran darse esas vocaciones. Y añadía: «Aunque vienen tiempos en los
que vosotros, como padres o madres, pensáis que vuestros hijos podrían sucumbir
a la fascinación de las expectativas y promesas de este tiempo, no dudéis;
ellos se fijarán siempre en vosotros mismos para ver si consideráis a
Jesucristo como una limitación o como encuentro de vida, como alegría y fuente
de fuerza en la vida cotidiana. Pero sobre todo no dejéis de rezar. Pensad en
Santa Mónica, cuyas preocupaciones y súplicas se fortalecían cuando su hijo
Agustín, futuro obispo y Santo, caminaba lejos de Cristo y así creía encontrar
su libertad. ¡Cuántas Mónicas hay hoy! Nadie podrá agradecer debidamente lo que
muchas madres han realizado y siguen realizando en el anonimato con su oración
por la Iglesia y por el reino de Dios, y con su sacrificio. ¡Que Dios se lo
pague! Si es verdad que la deseada renovación de la Iglesia depende sobre todo
del ministerio de los sacerdotes, es indudable que también depende en gran
medida de las familias, y especialmente de las mujeres y madres»7.
Ellas pueden mucho delante de Dios, y delante del resto de la familia.
III. Si fue tan grata a Dios la oración de una madre, Santa
Mónica, ¡cómo será la de la familia entera, rezando por unos mismos fines! «La
plegaria familiar escribe el Papa Juan Pablo II- tiene unas características
propias. Es una oración “hecha en común”, marido y mujer juntos, padres e hijos
juntos (...). A los miembros de la familia cristiana pueden aplicarse de modo
particular las palabras con las cuales el Señor promete su presencia: En verdad os digo que si dos de
vosotros conviniereis sobre la tierra en pedir cualquier cosa, os la otorgará
mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en
mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos (Mt 18, 19 ss.)»8. Los miembros
de la familia se unen, entre sí y con Dios, con más fuerza mediante la oración
en común.
Esta plegaría tiene como contenido esencial la misma vida de
familia: «alegrías y dolores, esperanzas y tristezas, nacimientos y cumpleaños,
aniversario de la boda de los padres, partidas, alejamientos y regresos,
elecciones importantes y decisivas, muerte de personas queridas, etc., señalan
la intervención del amor de Dios en la historia de la familia, como deberán
también señalar el momento favorable de acción de gracias, de imploración, de
abandono confiado de la familia al Padre común que está en los cielos. Además,
la dignidad y la responsabilidad de la familia cristiana en cuanto Iglesia
doméstica solamente pueden ser vivificadas con la ayuda incesante de Dios, que
será concedida sin falta a cuantos la pidan con humildad y confianza en la
oración»9.
El centro de la familia cristiana debe estar puesto en el
Señor. Por eso, cualquier acontecimiento o circunstancia que, con solo una
visión humana, sería incomprensible es interpretado como algo permitido por
Dios, algo que redundará siempre en bien de todos. Así, la enfermedad o la
muerte de una persona querida, el nacimiento de un hermano minusválido o
cualquier otra prueba son advertidos con relieve de eternidad y no llevan al
desaliento o a la amargura, sino a confiar más en el Señor y a abandonarse del
todo en sus brazos. Él es Padre de todos.
En el día de hoy pedimos a Santa Mónica la constancia que
ella tuvo en la oración y que ayude a todas las familias a conservar ese tesoro
de la piedad familiar, aunque en muchos lugares el ambiente y las costumbres
que se van extendiendo no sean favorables. Esta situación, por el contrario,
nos ha de llevar a todos a un mayor empeño en que Dios sea realmente el centro
de todo hogar, comenzando por el nuestro. Así la vida de familia será un
anticipo del Cielo.
1 Lc 7, 11-17. — 2 San Agustín, Confesiones, 9, 9, 21. — 3 Ibídem, 3, 12, 21. — 4ídem, Sermón 94. — 5 Juan Pablo II, A los obispos de Chile en visita
«ad limina», 10-III-1989. — 6 San Agustín, Confesiones 9, 9, 19. — 7 juan Pablo II, En la inauguración del seminario de
Augsburgo, 4-V-1987. — 8 ídem, Exhort. Apost. Familiaris consortio,
22-XI-1981, 59. — 9 Ibídem.
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